Los
autobuses devoran horizontes
hasta
que encuentran su destino.
Algunos
pasajeros no se pierden
ni un
momento de esta gesta.
Otros
sólo duermen
usándose
como almohada
a ellos
mismos,
o en el
mejor de los casos
el
hombro de un ser amado y compañero.
Los
autobuses van llenos
de
futuros y de pasados.
De
gente que compró un billete
a la
felicidad
y huye.
De
gente que regresa
después
de no haberla encontrado.
En el
autobús la muchacha lee un libro
y el
joven escucha una canción
con los
ojos cerrados
y la
radio prendida.
En el
autobús
la dama
que, a duras penas,
conserva
su frescura
lee las
manchas del cristal de la derecha
y el
hombre que lleva casi un mes
sin
rasurarse
escucha
sus latidos
con los
ojos abiertos
y con
el alma apagada.
El
conductor no pierde de vista su trayecto,
custodia
demasiados corazones clavados en su espalda.
Cuando
haya engullido los horizontes
que en
su menú traía estipulados,
el
autobús se detendrá.
La
humanidad de agua,
como un
rio,
se irá
esparciendo
por las
calles del viejo distrito.
Algunos
irán al mar,
otros
andarán por la avenida principal
que los
vigila,
otros
no puedo deciros dónde están
porque
han desaparecido velozmente.
Pero el
hombre que iba sentado al fondo
con un
traje de tiempo y telarañas,
con
unos zapatos negros de despedida
y una
maleta llena de almanaques
y vacía
de tempestades,
quedará
inmóvil en medio de la plaza.
Observará
como el autobús se aleja.
Me temo
que está esperando el próximo.
Anda
buscando a su hijo.
En el
autobús me enseñó su foto.
Era
igual que el sol.
El
autobús ha encendido sus faros.
En la
ciudad faltan tres segundos
para
que comience a anochecer.