Iba olfateando
inviernos
y pintando fiestas
de guardar
por las aceras.
Cabizbajo conseguía
ver el cielo
y sin equivocarse,
contar
los planetas, las
nubes, las estrellas.
Cocinaba cuevas y
arrecifes.
Con su piano
deleitaba a las piedras
con anaranjadas
melodías,
después de afinar
perfectamente
las hojas impares de
un viejo libro
y las hojas pares de
un viejo sauce
que cuando el nació
ya estaba allí.
Construyó un hogar
a su medida
dentro de una
botella con arena.
Viajaba en bicicleta
por los mares
y así pedaleaba la
fe de sus ahogos.
Escogió a seis
muchachas
para poder salir los
domingos
a pasear pretextos y
desdichas.
Contaba sus pasos
y cuando llegaba a
cien
volvía a empezar de
cero.
Lanzaba monedas al
cielo.
Si salía cara, se
enamoraba.
Si salia cruz, moría
de destierro y de
penumbra.
Esperaba sentado
o se sentaba
esperando
mientras la luna
siempre acudía
puntual
a sus promesas.
Iba olfateando los
otoños
y extendía sus
manos
para dar de comer a
las palomas
su piel y sus huesos
de estropajo, muro y
tiempo.
Pero cuando el aire
le faltaba,
creyendo que iba a
fallecer
allí mismo a calle
abierta,
solía sentarse en
nuestro banco
y entonces
escribía su mejor
poema
en mi libreta.