Cuéntale que un día existí.
Háblale de mis manos,
de mi cuerpo,
de mis pies enterrados en la tierra.
De las cosas que guardamos en secreto
que irán conmigo,
con mi alma
dañada por navajas
de un te quiero.
Cuéntale también mi muerte,
y dile que morí
abrasado en desamor
o cuarteado en cien fragmentos.
Cuéntale también cuando jugabas
a ser péndulo en mis largos brazos,
o a ser yo tu sombra salvadora
entre cien escondites y pedrazos.
Cuéntaselo poquito a poco,
sentado en algún banco
de algún sitio.
Y entre mordisco y bocado de merienda,
y entre sonrisas
y disgustos apagados,
explícale al pequeño de tus manos,
que yo un día existí
y que fui un árbol.
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