En mi nariz aún queda pegado
el olor a piel de mi cartera,
el aroma seco a viruta
expatriada de la punta de mi lápiz,
y el perfume de las trenzas de Begoña.
En mi brazo queda limpio
el lugar donde amontonaba calcomanías,
que tapábamos a veces
escabulléndolas del alcohol
de la madre superiora.
No quedan cicatrices en mi rodilla.
No queda polvo de las piedras del gran patio en mi zapato,
ni quedan velas en los cumpleaños,
ni combas arrancadas de las manos
de las niñas cursis, pero necesarias.
Ahora sólo tengo un saco de años roto,
una espada que ya no es de madera.
Un recreo, los domingos,
y unas fotos sepia.
Y aunque no lo creas,
en mi mesilla de noche,
aún guardo
el perfume de las trenzas de Begoña.
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