Me mezclé con la gente. Con la multitud. Intercalé mi presencia con la de la quinceañera que sonríe con el móvil en la oreja. Intercalé mi presencia con los pasos apresurados del trajeado hombre del maletín y el lento caminar de la entrañable viejecilla conductora de un repleto carro de la compra. Me mezclé con los comunes itinerarios lineales y con algunos zigzagueantes de los que traen prisa.
Muchísima gente. Cada uno con su historia. Con sus pesares y sus alegrías. Con sus gustos y sus disgustos. Cada cual tarareando en su cerebro una canción diferente, o tal vez la misma pero versionada de distinta manera.
Nadie sabe nada de nadie.
Todos creen algo de todos, pero las creencias ya no tienen valor administrativo.
La decepción de la muchacha abandonada por su novio, yo la interpreto como un cabreo pasajero por un despido improcedente.
La mujer que creo que lleva un ramo para su difunto esposo, es sólo una dama a la que encanta el matrimonio entre rosas y lirios en un bonito jarrón de la cocina.
El vendedor de cupones acaba de vender el premio gordo, justamente el número que creí que nunca podría salir.
Todo, absolutamente todo, en la multitud es engañoso.
Todos piensan algo de todos, aunque en sus cruces no se dediquen ni, tan siquiera, una simple mirada.
Sé que nadie habla ni piensa nada sobre mi, por lo menos desde aquel día.
El día que cuando, recién levantado, me dispuse a lavarme la cara y no había nadie al otro lado del espejo.
¿no había nadie al otro lado del espejo? espectacular final. Un besito.
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